Nadie vio

Galimatías. 12 de diciembre de 2021
Ernesto Gómez Pananá

Desde hace poco más de tres años, Chiapas enfrenta un reto gigantesco: tierra de paso de personas provenientes fundamentalmente de Centroamérica pero que en años recientes también atraviesan sudamericanos, chinos, indios -de la India- o africanos entre tantos otros. Miles de personas cruzando el Suchiate con el sueño de alcanzar a cruzar tres mil kilómetros más arriba también el Río Bravo.

De acuerdo a la Organización de Las Naciones Unidas, una persona que abandona de manera definitiva el lugar donde vive, puede clasificarse en alguna de las siguientes categorías: Migrante o Refugiado.

Un migrante es una persona que ha salido de su país en busca de oportunidades laborales. En ocasiones, proviene de países en pobreza extrema y pueden llegar a jugarse la vida para entrar en un país con el fin de trabajar.

Un refugiado es alguien que huye de conflictos armados, violencia o persecución, personas que por ello se ven obligadas a cruzar la frontera de su país para buscar seguridad. Los motivos de la persecución pueden ser muy diversos: persecuciones étnicas, religiosas, de género, por su orientación sexual, pobreza. En todos ellos, estas causas han provocado temores fundados por su vida, lo que les convierte en refugiados.

A fines del año 2021, la crisis por el tránsito de personas huyendo fundamentalmente de la pobreza y la violencia continúa y crece, y es caldo de cultivo para que en dicho tránsito, vuelvan a ser víctimas de la delincuencia. El doloroso accidente de la semana reciente es solo la punta de un iceberg que lo demuestra.

Poco después de las dos de la tarde del jueves nueve de diciembre, un tráiler de doble remolque iniciaba el trayecto de San Cristóbal de Las Casas rumbo a Tuxtla Gutiérrez. A bordo, hacinados, alrededor de ochenta personas en cada una de las cajas, ciento sesenta en total. Calor sofocante. Oscuridad. De pie la mayoría. Algunos acurrucados. El vaivén del descenso a alta velocidad. El motor rugiendo. El temor de ser descubiertos y vueltos a robar. El temor de ser deportados a su país.

Al salir de San Cristóbal, el primer retén policial se ubica a unos metros de iniciar la autopista. El segundo, a dos kilómetros de pasar la caseta, ya enfilados a Tuxtla.

En ambos retenes suelen detener a camionetas modestas, autos con vidrios ahumados o sin luces. Se dice, solo se dice, que en ocasiones el ejercicio de revisión busca sorprender incautos y completar la cuota del día. El trailer, con sus dos enormes cajas secas no llamó la atención en ninguna de las dos paradas de control.

Pocos metros adelante, el zigzaguéo, la sacudida violentísima. Los gritos y el rechinar del metal patinando el asfalto. El golpe colosal. La muerte. Cincuenta y cinco víctimas fatales. Nadie los vio en su país cuando no tenían trabajo. Nadie vio su hambre ni sus necesidades. Nadie vio a las pandillas amenazándoles. Nadie los vio cruzar por Ciudad Hidalgo en una balsa. Nadie los vio llegar en pickups sin placas a un hotel a las afueras de Comitán. Nadie vio al pollero cobrándoles tres mil dólares por llevarlos hasta Reynosa. Nadie vio tampoco al trailer en el que se accidentaron. Nadie.

El problema no es sencillo, pero un buen principio es verlo. A la noble intención humanitaria que ha expresado el presidente habría que dotarla de pinzas para romper las cadenas de complicidad que hacen del tráfico de personas un negocio de sangre. 

Oximoronas. Según la RAE, un peregrino es alguien que -casi siempre por motivos de creencia- viaja por tierras extrañas para llegar a un sitio en el que hallará consuelo. Que descansen en paz los cincuenta y cinco peregrinos fallecidos y los sobrevivientes alcancen, después de la tragedia, un mejor mañana. Que ese sea su consuelo.
Que los responsables -todos- paguen por sus delitos.
Que no volvamos a ignorar este río de peregrinos qué pasa diario frente a nosotros.

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